*Al bajar en la Línea 3 del Metro, eludir los peseros tóxicos de Avenida Universidad y sortear los changarros de gordas de chicharrón, un parque que debes conocer
Aníbal Santiago
Ciudad de México (CDMX).- Otafuku, la Diosa de la ecología, insinúa una sonrisa. No la expande hacia quienes trotan ante ella, sino apenas la sugiere. La escultura de piedra es una mujer complacida, satisfecha por dentro, incapaz de escándalos y menos aún carcajadas que interrumpan los sonidos de su casa, Los Viveros: el chas-chas-chas de los pasos sobre la arcilla de mujeres y hombres que corren y corren, además de gorriones, mirlos, jilgueros, que desde las copas los árboles cantan extrañados al ver esa legión de humanos que sudorosos se ejercitan sin pausa.
Bajo la deidad japonesa que custodia la entrada de este feudo verde de 39 hectáreas hay una placa mineral casi invisible de tan desgastada. Pero si te acercas -como si quisieras ver las antenas a un insecto- alcanzarás a leer: “Agua y aire son la esencia de la vida”. Algo de lo que ni te acordabas hace instantes, al bajar en la Línea 3 del Metro, eludir los peseros tóxicos de Avenida Universidad y sortear los changarros de gordas de chicharrón, aditamentos de celulares y tacos de guisado que pueblan esta zona de la Ciudad de México.
Cuando entres al parque quizá olvides tu identidad y te creas Hansel o Gretel en un bosque encantado. No sufras, aquí no es necesario que dejes migas de pan para no extraviarte, ni te encontrarás la casita de una terrible bruja construida con galletas, chocolates y caramelos.
Aunque sí verás otra casita de roca y ladrillo con un misterioso número en la fachada: 1913. ¿Qué es eso? La fecha en que fue alzada esta construcción para el mantenimiento del parque, en plena Revolución, justo el mismo año en que al pobre Francisco I. Madero se lo escabecharon sin misericordia. En realidad, Los Viveros son todavía más antiguos. El lugar donde hoy corres con tus audífonos, tus pants de material higroscópico, tu gorra con protección de rayos UV, tus tenis de aire presurizado, fue fundado en Coyoacán seis años antes, en 1907, cuando aún nos gobernaba Don Porfirio. El presidente, no tan desentendido de la ecología, encargó a Miguel Ángel de Quevedo, sabio de la vida silvestre, la creación de este parque tan veterano que entre miles de árboles vivos y saludables tiene a muchos muertos. Aunque no haya cruces, Los Viveros también es un cementerio de árboles, cuyo rey es el gigante guanacaste sin vida de la entrada principal.
Miguel Ángel de Quevedo, “el apóstol del árbol”, ideó un encantador y frondoso dominio verde en los terrenos del Rancho Panzacola. Lo de “encantador” no es un invento: todo es simétrico, ordenado, limpio, con jardines diseñados y senderos para dar pasos ligeros y sin apuro, correr, empujar carriolas a máxima velocidad (ponle cinturón al pasajero) e incluso andar en silla de ruedas o rehabilitarte con caminatas bastón en mano si un mal te aqueja. Las calles se llaman como especies: Nogales, Olmos, Acacias. Si subes la mirada conocerás la especie que a cada una corresponde. Respira hondo, para que el olor de las hojas de sándalo, pachulí, arrayán, sanen tus pulmones sangrantes de dióxido de azufre.
Por aquí y allá, sobre los jardines de césped bien recortado, verás grupos de personas: practican toreo con todo capote y cuernos, hacen kendo, taichí chuan, e incluso exóticas artes marciales como genbukan. Y mucho yoga, claro. Por eso verás mujeres de blanco y oirás su música: acordes de Delo Cloonz salidos del algún astro a años luz de la Tierra. No te preocupes, si necesitas barrio los jardineros suelen descargar las mangueras que salen de las pipas poniendo cosas como Llorar, de los Socios del Ritmo: Ton-to / tonto mi corazón por no haberte creído. Escucha, pero no tomes: de esa agua no has de beber: “No beber agua para regar”, aclaran carteles por todos lados, preocupados por la salud de los corredores sedientos como camellos (lleva tu garrafita).
Y si no basta hidratarte para recobrar la energía, en la puerta 5, fuera de la caseta de vigilancia, mejorará tu rendimiento el Oficial Tena, policía chaparrón de traje azul y espeso bigote blanco con que las morsas lo imitan. Pese a su edad avanzada alienta de pie en su jornada de principio a fin, fiel como porrista del Atlante: “Vamos, échale, ya estás muy lento; no aflojes, carnalito”, exclama rompiéndose las manos de tanto aplaudir durante horas a la banda deportista que como puede responde a su entusiasmo: “¡Gracias, Tena!”.
Ya en el cierre de tu entrenamiento, más cansada, más cansado que mecánico de los Transformers (dijo algún erudito popular) caminarás hacia la salida entre miles de plantas que crecen en hileras dentro de sus bolsas negras. Además de parque y campo atlético, Los Viveros son una fábrica de árboles para toda la capital del país: pino blanco, cedro blanco, jacaranda, fresno, pino chino, ahuehuete, piñonero. Detente un segundo y ajusta el foco a tus ojos: ahí están, germinando, dando esperanza a esta ciudad que se asfixia.
Antes de irte, vas a querer abrazar a los árboles de Los Viveros. Hazlo sin miedo. Esto es pura paz, salud y hermandad hombre-planta: aquí nadie te va a decir nada.